-Nunca me han gustado los cuentos infantiles, son crueles y poco interesantes. Pero están llenos de lugares terribles, castillos encantados, puentes con orcos, bosques laberínticos y cuevas con agua, mucha agua. Lo curioso es que me he ido encontrando con estos mismos lugares a menudo, a lo largo de mi vida. Creo que nuestro cuerpo se modela con la geografía que le rodea, y hay lugares que no forman buenos cuerpos, créeme. Filadelfia es uno de eso lugares, por eso he venido a trabajar aquí a menudo. El otoño pasado vine a la ciudad para construir un monstruo. Comencé a documentarme sobre crímenes históricos, y descubrí que la mayoría de los crímenes se localizan una y otra vez en los mismos puntos negros de la ciudad. Focos de locura. Paseaba a diario por esos lugares. Pozos, o pozas, empecé a llamarlos. Pero no conseguí pasar de ahí. Ningún patrón los unía. No pude encontrar nada con interés suficiente como para dar cuerpo a un monstruo y ponerlo a andar por la calle. Por eso acepté la invitación de mi hermana para pasar unos días en el campo. Estaba exhausta. Como imaginarás, no pensé que la casa de campo me fuera a golpear de esa manera. O quizás golpear no sea la palabra adecuada, porque no fue algo negativo. Al contrario. Si vomité allí mis pesadillas fue por la resaca de Filadelfia. En el campo solo les di forma. Gracias a mis paseos pude ordenar mis sueños, y ellos me ayudaron a terminar por fin el proyecto. Y es que ese pueblo de la Alcarria tiene una geometría rara. Está colocado en un lugar especial, entre pequeñas colinas secas y duras. Pero esas colinas de polvo y cuarzo están en realidad medio huecas, excavadas por el agua: el pueblo está construido encima de un enorme manantial. No es extraño que esté también lleno de túneles. 


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